30 de marzo de 2011

Whatever Works


La escena final de Whatever Works, (Woody Allen, 2009) nos  da una imagen, así sea pasajera, del lado más suave de su creador quien, en sus años finales, nos ofrece una reflexión acerca del valor de la autenticidad y una reivindicación de ese territorio común detrás del cual estamos todos: el amor. Woody Allen filma una película abundante en tonos pasteles que parece enseñarnos que la felicidad, siempre escondida detrás de innumerables engaños, se inventó para ser arrebatada. La felicidad es para los valientes. La felicidad parece ser también un testimonio de quién fuimos, un legado del corazón que nos supimos inventar; quizá también un asunto de suerte y una búsqueda. La felicidad es esa tenacidad que se provoca en el empeño de ser implacables con nosotros mismos y con los demás, preservando la capacidad ser sorprendidos por la ternura que está siempre a la vuelta de un momento.


I happen to hate New Year’s celebrations. Everybody desperate to have fun, trying to celebrate in some pathetic little way. Celebrate what? A step closer to the grave?  That’s why I can’t say it enough times: whatever love you can get and give, whatever happiness you can filch or provide, every temporary measure of grace: whatever works. Don’t kid yourself, this is by no means all up to your human ingenuity, the bigger part of your existence is luck than you like to admit. Christ! You know the odds of you father’s one sperm from the billions finding the single egg that made you? Don’t think about it; you’ll have a panic attack”.

23 de marzo de 2011

Le pongo una mascarilla a un texto que no puedo completar y así leo trozos del que fui en el año que huimos de todo



Ignoro si sea una suerte poder embarcarse en un año sabático a mi edad. Cuando cayó en mis manos, yo no lo había planeado así. Es igual por qué estuve un año prácticamente sin trabajar. No importa, lo mismo da. Entre todas las posposiciones de tantos otros planes, tuve entre manos el espacio que siempre añoramos cuando estamos sujetos a la inclemencia de la rutina: un espacio para mí, tiempo para lo que fuera, tiempo para ir inventando el tiempo y tiempo para ir haciéndome en él. Este fue el año que huimos de todo, del cual salí como bajando de un carrusel a media vuelta y en el punto álgido del impulso: dando tumbos. Termino raspado, emocionado, cambiado y listo. No sé para qué, pero estoy listo. Estoy listo para ser valiente. Y ahí voy…

No tengo distancia para saber qué soy aun y que fui entonces, creo saber, apenas, qué aprendí, cuáles pequeñas lecciones me fueron rompiendo y enriqueciendo el corazón, descifrar cuántos gozos hubo y cuáles penas me ahogaron, de qué se trató saber quién soy.

Aprendí:

  • Aprendí que se puede vivir de la belleza. Los momentos más felices de este año sucedieron cuando pude pasar mañanas enteras en un museo, o tomando fotos, o leyendo, o caminando muchas ciudades con ojos nuevos y sin angustia de que el tiempo se acaba.

  • A vivir sin tiempo. Me regalé la ausencia del reloj; entendí la angustia que causa saber que al otro día hay cosas que hacer y me fui dejando llevar por el flujo de los días y de sus horas sin estigmas y sin dictados. Me fui desentendiendo del reloj, fui gozando cómo el sol va pasando y se va llevando las horas.

  • Aprendí que la gente no acepta a las personas que no trabajan. Que jode el que uno esté en otro ritmo de vida. Nadie lo dice de frente pero todos sesgan de un modo u otro la mirada como lamentando, o envidiando, tu situación. Pocos saben que estás verdaderamente feliz con ello.

  • Aprendí que el dolor es implacable y que siempre llega. Que es una de esas sensaciones que no nos termina por dejar nunca; una constante de la vida. Ese ese hueco en algún lugar entre el pecho y la panza, una punzada constante, un espasmo a la sola mención o lectura de un nombre.

  • Aprendí que hay gente que no entiende del dolor ajeno, que es incapaz de reconocer cómo lastima, y que lastima en lo más íntimo, con esos lances de consecuencias que nunca sabremos bien cómo son o qué tal se manifiestan pero que siempre quedan. Ignoro si es así la parte más oscura del corazón humano y si haya personas que están destinadas a ese tipo de incendio. Pero sé que existen, mi corazón lo sabe de sobra.

  • Aprendí que soy buena gente. De veras que lo soy. No sé si esté mal que lo diga, pero quise a los peores en medio de lo peor. Puedo decir en calma: aquí se quiso, sea lo que sea, seas quien seas. Y eso no me lo arrebata nadie, es para mí, para siempre, un testimonio de quien soy.

  • Aprendí que la gente me perciben de forma totalmente diferente  a como me entiendo yo. A veces creo estar loco, a veces me digo que quizá soy absolutamente autocomplaciente, pero me digo que no: tengo una buena idea de quién soy. Nadie me conoce como yo, nadie me traduce como yo. Creo que he logrado ser a pesar de todo y delante me tengo como el crítico más implacable, como el juez más duro de quien soy. Entendí que mientras me aleje de la autocomplacencia, sé perfecto quién soy de qué voy.

  • Aprendí que es imposible aburrirse, que no entiendo cómo es que alguien puede decir alguna vez que está aburrido. Tuve todos los días a mi disposición y vi lugares y leí en banquetas y bajo piedras y tantos árboles que pintaban con sombras las hojas de un libro demasiado largo de Javier Marías, vi museos y miles de obras, hice fotos y dormí casi ninguna siesta y pocas horas de más. Descubrí que las ocho de la mañana de los domingos es el mejor momento para salir a caminar porque a esas horas el sol ilumina el polvo que se levanta con el aire de la mañana. Ratifiqué que la música salva. No sé qué hubiera sido de mí sin la música-

  • Aprendí que las ocupaciones de que se va llenando uno tienen un sabor particular, un sabor que les damos sin saberlo, y que por eso cada año sabe a algo, cada lugar es un olor y una forma en que nosotros estamos en ese lugar. A veces no sabemos que nosotros vamos construyendo los lugares y las horas que habitamos con algo nuestro que nunca se traduce. Si lo pensamos y lo sentimos y lo tenemos como sabor en el paladar, eso que somos nosotros.

  • Este año perdí a mis personas más cercanas; a cuatro o cinco de ellas. No lo lamento. Todas las personas que quiero son cercanas. Y la partida de estas cuatro o cinco me ha dejado indiferente, sereno, dando espacio en el tiempo para quizá no verlos más. Puede ser que tanta pérdida me quiera decir algo de mí mismo, del mounstro en el que alguno insisten en convertirme. Lo dudo, sinceramente. Crecí aparte de ellos, ya no los reconozco, se convirtieron en personas cuya mayor vocación y devoción es perseguir una carriola en el Parque México, o personas que de repente se fueron, sin más, así como si nunca hubieran venido; o personas que no tuvieron el hambre de ser amigos y se alejaron en los peores momentos que he vivido; o personas que me enseñaron lo más oscuro de su corazón de por sí opaco. Yo creo que no he cambiado: siempre he tenido todo eso como taras de gente que no me gusta. Al menos, creo haber sido consecuente. Entre todo lo que no soy, jamás se podrá incluir la inconsecuencia. Háganle como quieran y revísense que yo me esculco todos los días. Todos.

¿Cómo saber hasta qué punto he sido transformado?


20 de marzo de 2011

Así construyo este olvido.



El mejor tuit de @Jannobannano (Alejandro Terrazas):



“Seis metros bajo tierra se me hace
mucho para alguien que no duró ni una noche en enterrar todo lo demás.”