16 de febrero de 2011

El mar en Cristina Rivera Garza


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La deseé, decía. De inmediato. Ahí estaba el característico golpe en el bajo vientre por si me atrevía a dudarlo. Ahí estaba, también y sobre todo, la imaginación. La imaginé comiendo zarzamoras –los labios carnosos y las yemas de los dedos pintados de guinda. La imaginé subiendo la escalera lentamente, volviendo apenas a cabeza para ver su propia sombra alargada. La imaginé observando el mar a través de los ventanales, absorta y solitaria como un asta. La imaginé recargada sobre los codos en el espacio derecho de mi cama. Imaginé sus palabras, sus silencios, su manera de fruncir la boca, sus sonrisas, sus carcajadas. Cuando volví a darme cuenta que se encontraba frente a mí, entera y húmeda, temblando de frío, yo ya sabía de ella.

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Colocó su manos derecha entre su frente y el cristal y, cuando finalmente pudo vislumbrar el contorno del océano, suspiró ruidosamente. Parecía aliviada de algo pesado y amenazador. Daba la impresión de que había encontrado lo que buscaba.
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El océano me calma. Su masiva presencia me hace pensar, y creer, que la realidad es bien pequeña. Insulsa. Insignificante. Sin él, el peso de la realidad sería mortal para mí. El océano frente al cual viví  por tanto tiempo…salvó mi vida hasta entonces. 
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La imaginaba, sobre todo. La imaginaba en todo instante. La imaginaba incluso cuando estaba frente de mí. No conozco, hasta el momento, mejor definición del amor.

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Estaba en pos de algo nuevo; algo que, de alguna manera u otra, cambiara mi manera de sentir el océano.


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Uno necesita el mar para esto: para dejar de creer en la realidad. Para hacerse preguntas imposibles. Para no saber. Para dejar de saber. Para embriagarse de olor. Para cerrar los ojos. Para dejar de creer en la realidad.

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¿Qué sé yo de las grandes alas del amor?

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La parvada de pelícanos volvió a aparecer casi sobre mi cabeza, pero muy en lo alto. Me detuve a observarlos por un par de minutos. Silencio. Aire. Tiempo. Imaginé que huían de sus propias alas y, en ese momento, me llevé las yemas de los dedos a los labios tratando de encontrar las huellas de algo que uno presiente lejos en el tiempo. Sí, en efecto, uno retrocede. Y retroceder no sirve de nada.

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Retroceder. Algo ineludiblemente pasa en el mundo cuando uno retrocede.


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Esperar. Que es todo un arte. Que es una verdadera imposibilidad.

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Bajo el efecto expansivo de su mirada los dos nos hacíamos, efectivamente, cada vez más pequeños, y el espacio vacío a nuestro alrededor se ampliaba sin cesar. El vértigo no tardó en llegar. Cerré los ojos. Pensé de inmediato que se equivocaba. Que ni ella ni yo podíamos convertirnos en lo Único que Quedó. Que le había faltado contar la presencia eterna del océano. Seguramente por eso me decidí a abrir los ojos cuando en realidad no tenía el menor deseo de hacerlo. Me dirigí sin más, en línea recta, hacia el ventanal. Ahí estaba. Yo tenía razón. Quedábamos ella y yo, y un océano de por medio.

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De alguna manera extraña toda esa serie de movimientos parecía natural: llegar a casa, tomar de la mano a una mujer cuyo rostro uno no puede recordar, sentarse con ella sobre la arena para ver el gris iridiscente de las aguas de un océano particular. Supongo que al estadio silencioso en que ambos nos sumimos se le llama tristeza. Aunque, a decir verdad, pudo haber sido cualquier cosa.

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Somos dos náufragos en la misma playa, con tanta prisa o ninguna como el que sabe que tiene la eternidad para mirarse… hemos robado manzanas y nos persiguen… sé que estamos huyendo de este momento o de las palabras directas, de una emoción…momentos tan honda y confusamente vividos dentro de nosotros mismos… no sé decir las cosas que siento. Tal vez algún día las escriba frente a otra ventana…los únicos sobrevivientes del infierno… conserva la moneda, tu rostro y el mío, para tardes lluviosas en que el tedio pesa enormemente… ni un alma transita por ninguna parte…
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Cristina Rivera Garza, La cresta de Ilión


True Grit y lo demoledor de la venganza



True Grit (Joel & Ethan Coen, 2010) es una exploración acerca de los confines de la venganza; un poderoso alegato acerca de su carácter devastador. La venganza es un viaje miserable hacia un terreno árido y desolador; es una aventura animada por un impulso de retribución que termina por dejarnos en trozos: en ruinas andantes, en un espectáculo de lo que fuimos y que deja para siempre petrificado, a veces con signos en la piel, el paisaje de un agravio.

La venganza es una aventura indigna de la que no hay retorno. La venganza no llega ser siquiera el desolador paisaje de una tarde de lluvia incesante, ni oscuridad pura, ni un callejón sin salida. La venganza es resignarse a no dejar de caminar nunca un sendero que no lleva a ninguna parte y que nos devolverá la repetición, en un lejano eco, de palabras que ya no tienen significado. Vengarse es resignarnos a escuchar una cantaleta vacía para siempre; caminar en un laberinto de espejos con nuestra sombra acechándonos a cada paso.

Cuando nos embarcamos en busca de venganza, nos enteramos que el que nos ha hecho daño nunca termina siendo el adversario formidable que nos imaginamos. Su insignificancia es demoledora para nuestra sed y nuestra rabia: no vale el abismo al que nos hemos aventurado. El que ha sido capaz de dañarnos de forma tan contundente, no merece recibir la fuerza más oscura de nuestro corazón; esa fuerza que es también producto de una profunda labor de amor. Aventurarse en el laberinto de la venganza merece quizá la pena solamente cuando el adversario es digno de esa imaginación, ese temple y ese arrebato. De otra suerte, estaremos entregando nuestro impulso más humano a alguien indigno de conocerlo.

El camino de la venganza rara vez se hace en solitario. Siempre existen compañeros y cómplices que terminan recorriendo ese sendero ajeno, resultando también heridos, confundidos y solos. Su compañía en esta misión puede obedecer a la lealtad, al amor, a la solidaridad o al sentido de la responsabilidad. Quizá simplemente se embarcan en ella para satisfacer impulsos propios, buscando cobrar oblicuamente lo que la vida les ha quedado a deber.

Buscar venganza es no ser tibios, es salir a buscar lo nuestro; tomar el destino en nuestras manos. Pero también es la profundización de un agravio que, por más imperdonable que sea, nos termina dejando la vida en descampado, al intemperie, sometidos para siempre al vaivén de una furia que ahora sí no se irá nunca. La venganza es no poder, no saber y nunca más olvidar aunque se quiera. Vengarse es atarse a una presencia que no se irá jamás. Ojalá tengamos la suerte de ser cobardes y nunca salir a vengarnos de nuestros fantasmas más crueles para, por fin un día, poderlos poner a descansar.

13 de febrero de 2011

Amado mar.





Hay distancias que son terribles porque representan ese amor que no fue. Ni siquiera que no fue en uno, que no fue en el otro. Ese amor que se soltó como una botella al mar y que llegó a unas manos que no la supieron o no quisieron o no la pudieron abrir y desentrañar el mensaje que viajaba en ella. Quizá sucedió que las manos fueron capaces de liberar el mensaje de su jaula de vidrio y luz pero los ojos que se pasaron por él lo descartaron o no les pareció relevante o precioso. Un mensaje desperdiciado, un texto entonces hecho de silencios por más que en él estén escritos las claves del universo. En ese mensaje desperdiciado se vuelven las distancias enormes, distancias que no son cercanías sino más bien horizontes a través del retrovisor. Entonces, hay algo consolador en no tener miedo de las inmensas distancias aun cuando parecen cercanas, tanto como reflejadas en un espejo o en la proximidad de lo contiguo.

Al final de nosotros mismos, nuestra recompensa de amor es la certeza de saber que sabemos amar, que no nos limitan ni las rejas, ni los alambres, ni los campos llenos de todo lo malo y lo duro y lo áspero y lo terrible. Es alejarse con la certeza de que amamos y que lo demás puede ser lo que sea pero al menos tenemos eso. El terrible dolor de tener nuestro amor desperdigado por tantos lados que han ido a parar al desperdicio. Todo ese amor regresa al mar, que no se va ni se queda, que siempre ha sido amado porque es el mismo mar donde todo el amor reposa, donde los viajeros y los enamorados se vuelven a sumergir en él y lo hacen nuevo. El mar que ha amado está en paz por que ha cumplido su misión de mar: a mar: amar.

Amar siempre a mar. Haber amado. El mar amado. Amar hasta volver a amar, hasta volver al mar. Mar en calma de haber amado.

Es este entonces el mensaje del mar que no habla de lejanías ni de tristes cercanías. El mar no sabe de esos mensajes; el mar sólo sabe decir, siempre acá estoy aunque tú te hayas ido, aunque tú jamás hayas llegado. 

4 de febrero de 2011

Somos otros.


Así como la felicidad y la tristeza vienen un momento, la poesía necesariamente es un momento y la fotografía es ese momento mismo: retratar un instante para después verlo de nuevo con ojos de tristeza, con ojos de alegría o con ojos de melancolía: con otros ojos. Dependerá también mucho de la música que estemos escuchando cuando esas imágenes nos lleguen de otro momento a este mismo. Así se construye un puente entre un momento que se ha despeñado hacia otro que se construye al llegar a un sitio nuevo, ante otros ojos que lo ven de nuevo.

Casi todo aquí es el indicio de una melancolía, la estética del momento, los colores agolpados en los objetos más diversos. Poética del detalle, poética del momento, armonía en el acomodo de colores que fabrican sensaciones nuevas a partir de momentos dispersos. Como en un derrumbe. Imaginemos que la montaña que visitamos a diario, aunque sea sólo con la mirada, un día cualquiera se precipita, volcándose hacia delante y hacia atrás y hacia los lados. Un poco hacia el cielo también. Intentemos luego reconocer la montaña de siempre en los fragmentos miles que han quedado tendidos como un puente quizá hacia el mar, quizá hacia la ciudad, quizá hacia otra montaña que ha quedado incólume. Para reconocer a la montaña que ahora es ruina, debemos recuperar sus trozos de tierra y de todo e intentar imaginarles instantes y arreglarlos por colores y verlos de nuevo. Este es el ejercicio de imaginar un puente donde antes había montaña.

Así nos sucede también cuando la vida nos va desmoronando. Cada traición, cada lágrima, cada amargo momento del desencuentro, es un trozo que perdemos de esa idea que somos nosotros mismos. Si alguien quisiera reconstruirnos, haría falta un alquimista, un psiquiatra y un fotógrafo. De un momento a otro ya no somos el mismo, porque la vida nos va deshaciendo y va reinventando, con fuerza y fiereza, la idea que somos. Por mi parte, quisiera encontrar los pedazos perdidos de mí mismo y arreglarlos por colores, por intenciones, por lágrimas, por olvidos, por risas, por gozos, por encuentros. Mientras me riego por la vida, espero encontrarme a mí mismo hecho otra cosa, retratado de miles de otras formas en el futuro de mí mismo.

Así encuentra Alex Dorfsman en los objetos perdidos, los instantes de otros miles de sueños que han quedado rotos o desperdigados por tantos otros lados, celebrando la vida, o llorando el olvido, hastiados de abandono, decorando paisajes que no eran el que una vez soñaron, ni al que pertenecían; objetos huérfanos en paisajes ajenos, hechos de nuevo en el instante en que alguien los miró. Esta es una de las ideas que envuelven This Mountain Collapsed and Became a Bridge