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La deseé, decía. De inmediato. Ahí estaba el característico golpe en el bajo vientre por si me atrevía a dudarlo. Ahí estaba, también y sobre todo, la imaginación. La imaginé comiendo zarzamoras –los labios carnosos y las yemas de los dedos pintados de guinda. La imaginé subiendo la escalera lentamente, volviendo apenas a cabeza para ver su propia sombra alargada. La imaginé observando el mar a través de los ventanales, absorta y solitaria como un asta. La imaginé recargada sobre los codos en el espacio derecho de mi cama. Imaginé sus palabras, sus silencios, su manera de fruncir la boca, sus sonrisas, sus carcajadas. Cuando volví a darme cuenta que se encontraba frente a mí, entera y húmeda, temblando de frío, yo ya sabía de ella.
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Colocó su manos derecha entre su frente y el cristal y, cuando finalmente pudo vislumbrar el contorno del océano, suspiró ruidosamente. Parecía aliviada de algo pesado y amenazador. Daba la impresión de que había encontrado lo que buscaba.
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El océano me calma. Su masiva presencia me hace pensar, y creer, que la realidad es bien pequeña. Insulsa. Insignificante. Sin él, el peso de la realidad sería mortal para mí. El océano frente al cual viví por tanto tiempo…salvó mi vida hasta entonces.
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La imaginaba, sobre todo. La imaginaba en todo instante. La imaginaba incluso cuando estaba frente de mí. No conozco, hasta el momento, mejor definición del amor.
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Estaba en pos de algo nuevo; algo que, de alguna manera u otra, cambiara mi manera de sentir el océano.
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Uno necesita el mar para esto: para dejar de creer en la realidad. Para hacerse preguntas imposibles. Para no saber. Para dejar de saber. Para embriagarse de olor. Para cerrar los ojos. Para dejar de creer en la realidad.
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¿Qué sé yo de las grandes alas del amor?
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La parvada de pelícanos volvió a aparecer casi sobre mi cabeza, pero muy en lo alto. Me detuve a observarlos por un par de minutos. Silencio. Aire. Tiempo. Imaginé que huían de sus propias alas y, en ese momento, me llevé las yemas de los dedos a los labios tratando de encontrar las huellas de algo que uno presiente lejos en el tiempo. Sí, en efecto, uno retrocede. Y retroceder no sirve de nada.
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Retroceder. Algo ineludiblemente pasa en el mundo cuando uno retrocede.
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Esperar. Que es todo un arte. Que es una verdadera imposibilidad.
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Bajo el efecto expansivo de su mirada los dos nos hacíamos, efectivamente, cada vez más pequeños, y el espacio vacío a nuestro alrededor se ampliaba sin cesar. El vértigo no tardó en llegar. Cerré los ojos. Pensé de inmediato que se equivocaba. Que ni ella ni yo podíamos convertirnos en lo Único que Quedó. Que le había faltado contar la presencia eterna del océano. Seguramente por eso me decidí a abrir los ojos cuando en realidad no tenía el menor deseo de hacerlo. Me dirigí sin más, en línea recta, hacia el ventanal. Ahí estaba. Yo tenía razón. Quedábamos ella y yo, y un océano de por medio.
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De alguna manera extraña toda esa serie de movimientos parecía natural: llegar a casa, tomar de la mano a una mujer cuyo rostro uno no puede recordar, sentarse con ella sobre la arena para ver el gris iridiscente de las aguas de un océano particular. Supongo que al estadio silencioso en que ambos nos sumimos se le llama tristeza. Aunque, a decir verdad, pudo haber sido cualquier cosa.
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Somos dos náufragos en la misma playa, con tanta prisa o ninguna como el que sabe que tiene la eternidad para mirarse… hemos robado manzanas y nos persiguen… sé que estamos huyendo de este momento o de las palabras directas, de una emoción…momentos tan honda y confusamente vividos dentro de nosotros mismos… no sé decir las cosas que siento. Tal vez algún día las escriba frente a otra ventana…los únicos sobrevivientes del infierno… conserva la moneda, tu rostro y el mío, para tardes lluviosas en que el tedio pesa enormemente… ni un alma transita por ninguna parte…
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Cristina Rivera Garza, La cresta de Ilión
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