Hay distancias que son terribles porque representan ese amor que no fue. Ni siquiera que no fue en uno, que no fue en el otro. Ese amor que se soltó como una botella al mar y que llegó a unas manos que no la supieron o no quisieron o no la pudieron abrir y desentrañar el mensaje que viajaba en ella. Quizá sucedió que las manos fueron capaces de liberar el mensaje de su jaula de vidrio y luz pero los ojos que se pasaron por él lo descartaron o no les pareció relevante o precioso. Un mensaje desperdiciado, un texto entonces hecho de silencios por más que en él estén escritos las claves del universo. En ese mensaje desperdiciado se vuelven las distancias enormes, distancias que no son cercanías sino más bien horizontes a través del retrovisor. Entonces, hay algo consolador en no tener miedo de las inmensas distancias aun cuando parecen cercanas, tanto como reflejadas en un espejo o en la proximidad de lo contiguo.
Al final de nosotros mismos, nuestra recompensa de amor es la certeza de saber que sabemos amar, que no nos limitan ni las rejas, ni los alambres, ni los campos llenos de todo lo malo y lo duro y lo áspero y lo terrible. Es alejarse con la certeza de que amamos y que lo demás puede ser lo que sea pero al menos tenemos eso. El terrible dolor de tener nuestro amor desperdigado por tantos lados que han ido a parar al desperdicio. Todo ese amor regresa al mar, que no se va ni se queda, que siempre ha sido amado porque es el mismo mar donde todo el amor reposa, donde los viajeros y los enamorados se vuelven a sumergir en él y lo hacen nuevo. El mar que ha amado está en paz por que ha cumplido su misión de mar: a mar: amar.
Amar siempre a mar. Haber amado. El mar amado. Amar hasta volver a amar, hasta volver al mar. Mar en calma de haber amado.
Es este entonces el mensaje del mar que no habla de lejanías ni de tristes cercanías. El mar no sabe de esos mensajes; el mar sólo sabe decir, siempre acá estoy aunque tú te hayas ido, aunque tú jamás hayas llegado.
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