Hoy amanezco con la noticia de que es posible enlatar un día de mar, unos momentos de ola y repetirlos para siempre con todo y las gaviotas, con todo y su arrastrar la arena al paso de la espuma y quizá algunos pasos que ya no están más, y que sin embargo sigo yo escuchando ahora, quién sabe cuántas mareas después. ¿A dónde habrán ido a dar esos pasos que escucho?; ¿qué suerte habrán ido a encontrar? ¿Habrán sabido escuchar al mar?
El mar recomienza todos los días, no cesa de venir, no se cansa de abarcar el horizonte entero y de responder ninguna pregunta con su persistente silencio que nos obliga a acercarnos y escuchar ninguna palabra, todas las corazonadas. Alguien ha puesto en palabras lo que es sumergirse en el mar: una aventura de movimiento errático y caprichoso, la voluntad de la suerte y el viento que siempre viene a transformar la idea del mar. Es el viento el que le da la luz, el que lo mece de formas distintas, el que le permite vestirse de tantos matices como es posible bajo el universo.
Quiero gritarle tantas cosas al mar. Me gustaría poder tomarlo en mis manos y sacudirlo, apretarle el pescuezo, insultarlo, que me viera a los ojos y me explicara su atrevimiento y su desfachatez, que me diera cuentas de su persistente belleza; decirle que me tiene atrapado, que no puedo dejar de regresar a él, que su encanto azul me tiene cautivo, que mi vida ha sido siempre el largo camino para volver a él.
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