2 de junio de 2011

Roy, 29.5.2011

                                                                                           
                                                                                                                                           para Ana Sofía


Entiendo que mis días puedan ser a veces una melancolía, un esfuerzo constante por asomarme a través de las nubes de mi corazón. Cuando eso pasa, camino. Camino mucho, y bailo y canto por las calles. A veces lloro un poquito también y escribo. Trato de poner en imágenes una idea aproximada de mi corazón; trato de recrear una emoción que es mía. Otras veces, mis días se pueden tratar de rodearme de la belleza y la calma que ésta trae. Estos días me siento profundamente en paz con toda mi historia y con la historia de todos, mientras camino en un museo y veo lo que las personas han sido capaces de transformar en ellas mismas para hablarnos de sí. En un día como estos debe haber sido que Sam Mendes filmó la famosa e injustamente ridiculizada escena de la bolsa levantada por el aire en una banqueta. Así fue la forma que Sam Mendes encontró para decirnos que la belleza a veces es demasiado. Me gusta cuando me pasan esos días, cuando siento que hay belleza en todos y en todo: me convenzo de que podría amar a todo el mundo, así fuera en un instante específico de su persona, en un preciso encuentro. Esos días una imagen como esta me puede parecer bella y llena de algo:

Tengo tantos otros días que puedo explicar con imágenes, que las palabras no vienen o no quieren y entonces recurro a fotografiar quizá para no olvidarme de ellas, quizá para aprenderlas a ver cuando son cosas. Hay días cuyo mapa se puede hacer fotografiándolo; fotografiando su luz y sus objetos, sus tantos momentos, retratando al que fui entonces. Es en estos días que me siento en orden cuando pinto mi nombre en la pared de una exposición con un nombre quizá demasiado bello: La exposición que se desvaneció sin dejar rastro. No sé si tomarlo como un aviso, como una vocación, o como un destino. Quizá soy ese que vino para desvanecerse sin dejar rastro; para formar parte de lo escrito y luego irse siendo para siempre otro en todos; para escribir mi biografía condensada en un nombre que nada le cuenta al siguiente que se pose junto al mío, aunque quizá todos los que compartimos la pared sepamos que ella carga con todo lo que traen nuestros nombres. En esta pared me siento parte de miles de historias que nadie entendió. Cuando veo el mío, creo saber que sólo yo me traduzco.


Así es mi 29.5.2011 hasta que al final de él, llegan las palabras que siempre encuentran un emisario. Entonces eres tú que me traes a Franzen con su alegato de amor en Liking is for Cowards. Go for What Hurts. Franzen que mira a las personas más allá del narcisismo y aboga por quererlas por quien son, en toda su divina complejidad y contradicciones. Y entonces entiendo de dónde viene mi paz de estos días: de dejar la rabia, de entender mi amor, de la paz de amar y haber amado siempre como los mejores, de haberme permitido y permitirme amar en completa sintonía con toda nuestra mierda, la carnita de lo humano.
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There is no such thing as a person whose real self you like every particle of. This is why a world of liking is ultimately a lie. But there is such thing as a person whose real self you love every particle of. And this is why love is such an existential threat to the techno-consumerist order: it exposes the lie.
The prospect of pain generally, the pain of loss, of breakup, of death, is what makes it so tempting to avoid love and stay safely in the world of liking. And yet pain hurts but it doesn’t kill. When you consider the alternative —an anesthetized dream of self-sufficiency, abetted by technology—pain emerges as the natural product and natural indicator of being alive in a resistant world. To go through life painlessly is to not have lived…To consign yourself to liking, to merely taking space on the planet and burning up its resources is being (and I mean this in the most damming sense of the word) a consumer.
                                                     -- Jonathan Franzen

29 de mayo de 2011

The Distance Bewteen You and Me

The Distance Between You and Me (11), de Gonzalo Lebrija.

Todo está a la mano. Basta con correr, basta incluso con imaginar que corremos para tocarnos. Cerrar los ojos. Correr en silencio, entre todo el silencio: la distancia que somos tú y yo. Quizá eso más que otra cosa. Y el silencio como lo canta The National, también.


26 de mayo de 2011

El animal sobre la piedra



Me encuentro con Daniela en un café. Tiene unas manos nerviosas y una voz que se demora en llegar; hay algo en su manera de sentarse a la mesa que consuela y tranquiliza. Su mirada tiene algo que penetra a quien la pesca y que siempre está viendo más allá. Al mar, quizá. Daniela tiene un bolso demasiado grande, de esos que a veces cargan las mujeres. Antes del café anuncia que me tiene un regalo. Ella dice que es un animal; yo veo que también es un libro. Toma mi pluma prestada y lo dedica como una celebración a mi sonrisa.

Al igual que Daniela juega en su boca con las palabras al hablar, su libro es un gran festejo de las palabras y de las sensaciones que traen. Llego a pensar que cada palabra está escrita por algo, por todo lo que comunica y lo que inventa, por el mundo que crea a partir de que es pronunciada. Alto. Me equivoco. Las palabras de este libro no comunican, acarician. Sí, para eso están ahí.

El Animal Sobre la Piedra es el viaje de una mujer transformada por el dolor. Una mujer que siente en la piel y en lo más profundo de ella misma, las marcas de una ausencia, de una pérdida, de un lugar que no lo es más. Irma, como tal vez se llame esta mujer, es una mujer que se transforma para protegerse, para hacer menos reconocibles sus partes más vulnerables; que sabe que nunca emergemos los mismos después del dolor; que hay una parte que se pierde una vez que dejamos de habitar un mundo que ya no es tal, que terminamos siendo siempre otros, y que a veces tenemos las marcas en la piel para contarlo, para llevar registro. Es verdad que todos vamos de transformación en transformación. A veces por la alegría, muchísimas otras, quizá más de las necesarias, por el dolor. Esta es la historia de un viaje a través del dolor y la pérdida para desembocar en una mujer.

Esta mujer está convencida que pertenece al mar, que es ahí donde encuentra su origen, y que no puede estar completa sin él. Hasta él va para reencontrase con la esperanza. Ella es una mujer de otra especie que no puede sino regresar a ese lugar de donde un día salimos todos, el lugar donde somos semejantes, el lugar que casi todos abandonamos y al que pocos se atreven a regresar buscando quizá su mejor y más escondida parte: el pálpito más original de su corazón. Ella va hasta esa orilla del mundo para encontrarse con la que siempre ha sido: ahí, entre las olas del mar.

Toda expedición hacia la transformación implica un encuentro. En toda metamorfosis hay alguien que nos ve, alguien que nos reconoce más allá del dolor; alguien que quizá nos ha conocido desde un antes sin tiempo y que no se sorprende de nuestras mutaciones más brutales, de la forma en que incluso nuestro cuerpo ha sido alterado por la pena. En  todo viaje hay alguien nuestro desde siempre; alguien que nos carga, alguien al que podemos decirle “tengo hambre”. Hay en toda aventura alguien que sabe escribir y deletrear y pronunciar nuestro nombre. Nombrarnos es reconocernos. Alguien que desentraña ese que somos y que por eso tiene la certeza que morirá sin conocernos del todo. Ese Alguien que de tanto que me ve, me entiende lejano, extranjero, otro. Alguien que nos sabe con la lengua o con alguna parte del cuerpo; que no nos puede traducir pero que nos reconoce.

La Editorial Almadía, el jardín donde se posa El Animal Sobre la Piedra, anuncia que este libro “pertenece a la Colección Mar Abierto, donde se da cabida a los viajes que descubran islas inexploradas o transmitan la experiencia de la inmensidad oceánica, que hace posible la navegación”. Este es un libro sobre la gran experiencia del mar, de ser mar, de pertenecer al mar, de todas las cosas que son a su amparo y bajo su memoria.

30 de marzo de 2011

Whatever Works


La escena final de Whatever Works, (Woody Allen, 2009) nos  da una imagen, así sea pasajera, del lado más suave de su creador quien, en sus años finales, nos ofrece una reflexión acerca del valor de la autenticidad y una reivindicación de ese territorio común detrás del cual estamos todos: el amor. Woody Allen filma una película abundante en tonos pasteles que parece enseñarnos que la felicidad, siempre escondida detrás de innumerables engaños, se inventó para ser arrebatada. La felicidad es para los valientes. La felicidad parece ser también un testimonio de quién fuimos, un legado del corazón que nos supimos inventar; quizá también un asunto de suerte y una búsqueda. La felicidad es esa tenacidad que se provoca en el empeño de ser implacables con nosotros mismos y con los demás, preservando la capacidad ser sorprendidos por la ternura que está siempre a la vuelta de un momento.


I happen to hate New Year’s celebrations. Everybody desperate to have fun, trying to celebrate in some pathetic little way. Celebrate what? A step closer to the grave?  That’s why I can’t say it enough times: whatever love you can get and give, whatever happiness you can filch or provide, every temporary measure of grace: whatever works. Don’t kid yourself, this is by no means all up to your human ingenuity, the bigger part of your existence is luck than you like to admit. Christ! You know the odds of you father’s one sperm from the billions finding the single egg that made you? Don’t think about it; you’ll have a panic attack”.

23 de marzo de 2011

Le pongo una mascarilla a un texto que no puedo completar y así leo trozos del que fui en el año que huimos de todo



Ignoro si sea una suerte poder embarcarse en un año sabático a mi edad. Cuando cayó en mis manos, yo no lo había planeado así. Es igual por qué estuve un año prácticamente sin trabajar. No importa, lo mismo da. Entre todas las posposiciones de tantos otros planes, tuve entre manos el espacio que siempre añoramos cuando estamos sujetos a la inclemencia de la rutina: un espacio para mí, tiempo para lo que fuera, tiempo para ir inventando el tiempo y tiempo para ir haciéndome en él. Este fue el año que huimos de todo, del cual salí como bajando de un carrusel a media vuelta y en el punto álgido del impulso: dando tumbos. Termino raspado, emocionado, cambiado y listo. No sé para qué, pero estoy listo. Estoy listo para ser valiente. Y ahí voy…

No tengo distancia para saber qué soy aun y que fui entonces, creo saber, apenas, qué aprendí, cuáles pequeñas lecciones me fueron rompiendo y enriqueciendo el corazón, descifrar cuántos gozos hubo y cuáles penas me ahogaron, de qué se trató saber quién soy.

Aprendí:

  • Aprendí que se puede vivir de la belleza. Los momentos más felices de este año sucedieron cuando pude pasar mañanas enteras en un museo, o tomando fotos, o leyendo, o caminando muchas ciudades con ojos nuevos y sin angustia de que el tiempo se acaba.

  • A vivir sin tiempo. Me regalé la ausencia del reloj; entendí la angustia que causa saber que al otro día hay cosas que hacer y me fui dejando llevar por el flujo de los días y de sus horas sin estigmas y sin dictados. Me fui desentendiendo del reloj, fui gozando cómo el sol va pasando y se va llevando las horas.

  • Aprendí que la gente no acepta a las personas que no trabajan. Que jode el que uno esté en otro ritmo de vida. Nadie lo dice de frente pero todos sesgan de un modo u otro la mirada como lamentando, o envidiando, tu situación. Pocos saben que estás verdaderamente feliz con ello.

  • Aprendí que el dolor es implacable y que siempre llega. Que es una de esas sensaciones que no nos termina por dejar nunca; una constante de la vida. Ese ese hueco en algún lugar entre el pecho y la panza, una punzada constante, un espasmo a la sola mención o lectura de un nombre.

  • Aprendí que hay gente que no entiende del dolor ajeno, que es incapaz de reconocer cómo lastima, y que lastima en lo más íntimo, con esos lances de consecuencias que nunca sabremos bien cómo son o qué tal se manifiestan pero que siempre quedan. Ignoro si es así la parte más oscura del corazón humano y si haya personas que están destinadas a ese tipo de incendio. Pero sé que existen, mi corazón lo sabe de sobra.

  • Aprendí que soy buena gente. De veras que lo soy. No sé si esté mal que lo diga, pero quise a los peores en medio de lo peor. Puedo decir en calma: aquí se quiso, sea lo que sea, seas quien seas. Y eso no me lo arrebata nadie, es para mí, para siempre, un testimonio de quien soy.

  • Aprendí que la gente me perciben de forma totalmente diferente  a como me entiendo yo. A veces creo estar loco, a veces me digo que quizá soy absolutamente autocomplaciente, pero me digo que no: tengo una buena idea de quién soy. Nadie me conoce como yo, nadie me traduce como yo. Creo que he logrado ser a pesar de todo y delante me tengo como el crítico más implacable, como el juez más duro de quien soy. Entendí que mientras me aleje de la autocomplacencia, sé perfecto quién soy de qué voy.

  • Aprendí que es imposible aburrirse, que no entiendo cómo es que alguien puede decir alguna vez que está aburrido. Tuve todos los días a mi disposición y vi lugares y leí en banquetas y bajo piedras y tantos árboles que pintaban con sombras las hojas de un libro demasiado largo de Javier Marías, vi museos y miles de obras, hice fotos y dormí casi ninguna siesta y pocas horas de más. Descubrí que las ocho de la mañana de los domingos es el mejor momento para salir a caminar porque a esas horas el sol ilumina el polvo que se levanta con el aire de la mañana. Ratifiqué que la música salva. No sé qué hubiera sido de mí sin la música-

  • Aprendí que las ocupaciones de que se va llenando uno tienen un sabor particular, un sabor que les damos sin saberlo, y que por eso cada año sabe a algo, cada lugar es un olor y una forma en que nosotros estamos en ese lugar. A veces no sabemos que nosotros vamos construyendo los lugares y las horas que habitamos con algo nuestro que nunca se traduce. Si lo pensamos y lo sentimos y lo tenemos como sabor en el paladar, eso que somos nosotros.

  • Este año perdí a mis personas más cercanas; a cuatro o cinco de ellas. No lo lamento. Todas las personas que quiero son cercanas. Y la partida de estas cuatro o cinco me ha dejado indiferente, sereno, dando espacio en el tiempo para quizá no verlos más. Puede ser que tanta pérdida me quiera decir algo de mí mismo, del mounstro en el que alguno insisten en convertirme. Lo dudo, sinceramente. Crecí aparte de ellos, ya no los reconozco, se convirtieron en personas cuya mayor vocación y devoción es perseguir una carriola en el Parque México, o personas que de repente se fueron, sin más, así como si nunca hubieran venido; o personas que no tuvieron el hambre de ser amigos y se alejaron en los peores momentos que he vivido; o personas que me enseñaron lo más oscuro de su corazón de por sí opaco. Yo creo que no he cambiado: siempre he tenido todo eso como taras de gente que no me gusta. Al menos, creo haber sido consecuente. Entre todo lo que no soy, jamás se podrá incluir la inconsecuencia. Háganle como quieran y revísense que yo me esculco todos los días. Todos.

¿Cómo saber hasta qué punto he sido transformado?


20 de marzo de 2011

Así construyo este olvido.



El mejor tuit de @Jannobannano (Alejandro Terrazas):



“Seis metros bajo tierra se me hace
mucho para alguien que no duró ni una noche en enterrar todo lo demás.”