Hoy hago lo que debí hacer mucho tiempo atrás: me rindo, ondeo una bandera blanca desde mi barca de madera que no aguanta más. La dejo a su suerte, a lidiar con las peripecias del mar y me hago hombre de faro. Voy a ver el mar desde acá. Hoy el mar me rebasa, me ha dejado de acurrucar, se ha puesto en plan de lucha encarnizada a la que no asistiré. Me retiro al faro a seguirme imaginando el mar como la primera vez que lo conocí; prefiero contemplarlo, transformado a la distancia en suavidad, en brisa, sin conocer las corrientes escondidas que lo someten por dentro. No tengo energía para aventarme a luchar cuerpo a cuerpo ahora que el mar se ha volcado contra mí, queriéndome demostrar su fuerza, su vigor, su crueldad. Nunca he sido rival de altura para él; he preferido siempre ser su cómplice. Desde el faro lo dejaré estrellar su furia contra las rocas y rugirme a lo lejos.
Es sabido que el mar puede ser cruel e implacable; se requieren de murallas más portentosas que la mía para contenerlo. Hoy todas mis murallas se derrumban, no aguantan más. He sido reducido a ruinas antes por el mar. No podría levantarme hoy de un tercer embate de su tempestad. Hoy que el mar arrebatado grita sus humores y me arroja su venganza, no quiero ser empujado perennemente a un exilio terrestre; quiero ser siempre un hombre de mar. Y por eso hoy escojo el terreno neutral del faro, habito el mar sin someterme a él, lo miro de lejos, lo siento en la piel. Conservo así intacto el recuerdo que tengo de esa temporada del mar, tiempos de calma en que era el hogar que me prometió un universo azul cada tarde. Desde el faro espero un mejor tiempo para hacer mi camino de regreso al mar.