Aquí hubo una vez una casa de la que no queda hoy sino su
desvanecimiento, el lugar donde ya no está. Frente a mí están los escalones que
dan fe que en este preciso sitio y no en ningún otro, hubo una vez una casa.
Aquí iban mis pies, allá tu cuerpo, en ese rincón el sofá donde nos tirábamos a
ver cómo se acababa la luz de las tardes. El mueble con la televisión hubiera
tenido que ir ahí y debajo de él, el aparato con discos que prendíamos a la
hora de hacer comida.
De estar aún aquí, yo abriría aquella ventana encima de la
mesa en que nos sentábamos a comer; la abriría porque siente tú ahora mismo
cómo el viento de la tarde comienza a llegar vociferando su calor. De la casa
que teníamos ya sólo nos queda el viento.
No tenemos más una casa donde echarnos a dormir, no queda
nada ya del lugar en el que mi cuerpo acostumbraba caer rendido sobre el tuyo
después de haber terminado uno dentro del otro. De estar aquí, el suelo de esta
casa tendría las manchas de todas las veces que nuestro amor ahí fue a parar,
saliendo de ti, cuando te demorabas en correr al baño y dejabas que te viera en
medio de la recámara, bañada en la luz del jardín. Hoy aquella nuestra casa ya
es sólo un jardín, un revoltijo de verde que se quedó sin adornar la casa que hoy
nos falta. Al final del jardín está también el árbol que se ha quedado sin
casa.
Nuestros libros se quedaron sin techo. Nosotros nos quedamos
sin los libros porque no tenemos más dónde acomodar todas sus páginas. Tenemos
una cafetera desencajada sin hacer café porque no tenemos ya una casa donde conectarla.
Tampoco tenemos regadera de donde salía el agua en la que nos mojábamos haciendo
bombas de jabón para frotarnos el pelo. De aquella nuestra casa ya sólo queda,
cuando viene la lluvia, el agua.
Dejo aquí mi sombra sobre lo que un día fue la casa, mi
sombra como susurrando que aquí mismo un día el amor fue posible y existió.